Escribe
Raúl Lizarzaburu
En
2002, Pandillas de Nueva York
marcaría el inicio de la relación entre Martin Scorsese y Leonardo di Caprio, a
quien convertiría en su actor-fetiche y con quien trabajaría en tres filmes más
antes del que comentamos: El aviador,
Los infiltrados y La isla siniestra. Todos ellos de cierto
nivel, aunque lejos del mejor Scorsese, y, si bien uno de ellos, Los infiltrados, le dio su primer Oscar
como director, lo hubiéramos aplaudido más si el cineasta del Bronx lo ganaba
por El Toro Salvaje o Buenos muchachos.
El Lobo de Wall Street (The Wolf of Wall
Street, 2003) se aproxima en parte al nivel óptimo del ya setentón realizador.
El guión de Terence Winter, creador de la serie Boardwalk Empire, se basa en la novela autobiográfica de Jordan
Belfort. Pero un momentito. ¿Leonardo di Caprio no acaba de ganar el Globo de
Oro a mejor actor de comedia o musical? ¿Cómo que es una autobiografía?
Justamente. Scorsese le pone humor —negrísimo por momentos— a la historia verdadera y llena de desbordes de Belfort, un
broker de la Bolsa que, siendo joven aún, junto a su entorno más cercano —sus colaboradores no eran unos tigres
precisamente— se
hizo millonario en tiempo récord con recursos válidos y de los otros.
Pero vamos por partes. Nos ubicamos inicialmente en la segunda mitad de los años ochenta, cuando el protagonista, que conduce con una narración en off (y por momentos mirando a la cámara), forma una empresa llamada Stratton Oakmonts, que le permite labrarse una meteórica carrera en Wall Street —una vez más, Nueva York como escenario scorsesiano— y al mismo tiempo obtener ganancias de varios ceros a la derecha jugando al límite de las reglas. Y con ello él y sus amigos entran en una espiral hedonista: vemos así orgiásticas secuencias de alcohol, sexo, consumo de tóxicos por vía nasal y oral, voyeurismo, y hasta sodomía y autoestimulación (se salvó de la categoría NC-17 por un pelito). Pero precisamente esos excesos y el derroche de fortunas le traen a Belfort problemas en su vida personal, en los negocios y hasta con los federales, que siguen cada paso que da. Matthew McConaughey, a quien esperamos ver pronto en Dallas Buyers Club, aparece unos minutos como su mentor Mark Hanna.
Di
Caprio, nominado al Oscar por su papel, está notable, así como el gordito Jonah
Hill —al que, según dicen, le habrían pagado una bicoca— como
su yunta Donnie Azoff; el vínculo entre ambos personajes nos remite a otras
historias de crimen de Scorsese, y una secuencia de antología es cuando la pastilla
les hace efecto retardado y les impide desplazarse. Ayudan, también, los
movimientos de cámara del mexicano Rodrigo Prieto y, en especial, el
excepcional montaje de Thelma Schoonmaker, vieja colaboradora de Scorsese. Ojo con el verdadero Belfort, a quien se le
ve cerca del final.
El
ritmo vertiginoso del filme hace que el espectador no se percate de sus tres
horas: sencillamente no se sienten. Y Martin Scorsese, un viejo lobo de
Hollywood, está de vuelta y nos regala su mejor trabajo en muchos años. Sin
exagerar, quizá desde Casino.