Así, a través de viajes a diferentes ciudades del Perú, a través de bares, a través de cuerpos jóvenes, el narrador, cada vez más cercano a la poesía, encuentra belleza en los jóvenes de las clases pauperizadas...
Escribe: Victoria Guerrero Peirano
Oswaldo Reynoso es un escritor, un viejo escritor educado en las ideas socialistas, como fueron educados mi abuelo y mis padres. Ya ha pasado la barrera de los 80 años, y su literatura sigue tan fresca y vital que produce una sana envidia leerlo. Felizmente también es un amigo. Es un personaje de las ferias del libro, y, siempre que nos encontramos, nos saludamos con un abrazo.
Desde que
publicara Los inocentes (relatos de collera), en 1961, en una preciosa edición
de La Rama Florida —ahora con muchísimas reediciones—, ha sido, sin lugar a
dudas, el preferido de los jóvenes, por esa prosa tan humana, tan tierna y
cálida, pero sobre todo tan empática con las nuevas generaciones, y, mientras
él va ganando en años, sus adeptos le van cediendo la posta a otros más
jóvenes. Todo esto lo ha convertido en uno de los escasísimos autores cuyos
personajes lo buscan para invitarle “una cervecita, profe”. Y no se hace el
remilgoso, se la toma de una y se sienta en los bares del Centro de Lima y
tumba a todos.
Desde que
lo conocí, a finales de la década de 1990, siempre ha sido el mismo, un buda de
cabellos blancos lanzados al viento, un gran monologante de sus aventuras,
ocurridas sobre todo en China, en el Hotel de la Amistad de Pekín. ¿Sería
verdad todo aquello que contaba? Aquellos platillos increíbles o aquellas
persecuciones políticas y literarias con su cuota de intriga. Ahora sé que eso
poco importa. Mucho de aquello está en sus libros, en sus inolvidables prosas y
sus relatos. Como habla bastante, también tiene detractores, pero digan lo que
digan es un maestro de la prosa. No he leído a otro narrador peruano que tenga
una escritura tan poderosa y que, al mismo tiempo, te hable de la vida, de la
justicia social, de la lucha y la desesperanza de convertirse en “hombre” en
los barrios del Perú.
Acaba de
publicar En busca de la sonrisa encontrada (Cascahuesos, 2012), un texto que
explora otra vez, en esa “limpia moral de la piel”, como la ha llamado el autor,
esa búsqueda de amor, belleza y justicia en un territorio que se niega a
encontrarla en sus propios habitantes. Así, a través de viajes a diferentes
ciudades del Perú, a través de bares, a través de cuerpos jóvenes, el narrador,
cada vez más cercano a la poesía, encuentra belleza en los jóvenes de las
clases pauperizadas, en la clase trabajadora que suda, y establece un nuevo
romance con esos cuerpos marginalizados por nuestra sociedad; un romance que
está más allá del puro hedonismo, que reclama la expresión directa de esa
sonrisa, el estallido de un paisaje que tratamos de ocultar por medio del
maquillaje o al voltearle la cara a los humillados de este país.
Oswaldo,
el profe, el narrador de textos imprescindibles como El escarabajo y el hombre,
Los eunucos inmortales, En busca de Aladino y El goce de la piel —sus textos
más nombrados—, tiene 80 años, una edad suficiente para que un ser humano pueda
liberarse de las infames ataduras terrenales de la censura más ramplona,
exponga su propio sentir y exprese una moral del amor socialista de mayor
vanguardia: más allá de los géneros, pero sin dejar de lado la demanda de
justicia social. Me gusta este libro por su lectura de la poesía y el deseo.
Como diría nuestro hermoso crepúsculo, Martín Adán: “No quiero ser feliz con
permiso de la policía”. Así es, Oswaldito.