Cinta del genial Quentin Tarantino que entusiasma y decepciona a partes iguales, actualmente en la en cartelera limeña
Escribe: Ricardo Bedoya
Es una
película brillante, llena de ideas y con pasajes extraordinarios, sin duda. Más
que eso, es la obra de un director de cine de verdad, que nunca trabaja en
piloto automático, y no se cansa de hacer hallazgos por más caprichosos o
arbitrarios que parezcan. Pero esta vez a la prenda se le notan las costuras y
los hilos sueltos.
Desde el
título, la película alude a las mitologías de dos ciclos genéricos del cine
italiano de fines de los años cincuenta (el péplum y una de sus cintas más
características, “Hércules sin cadenas”) y los sesenta: el “spaghetti western”
o “western mediterráneo”, como se le llama con más propiedad.
Del péplum
toma las imágenes del torso musculoso de Django (Jamie Foxx) que se descubre al
inicio de modo espectacular, a la manera del Steve Reeves de tantas películas.
Pero también el combate entre mandingos, que no solo es producto de la
imaginación de Richard Fleischer. Del “western italiano” toma algunos
estilemas: los zooms de entrada y salida sobre los personajes en momentos
álgidos de la acción; las grafías de los créditos; la música de introducción y
de acompañamiento.
Aunque más
que en el “Django” de Sergio Corbucci, este Django desencadenado hace pensar en
“Django Kill… If You Live Shoot!”, una de las secuelas bastardas del personaje
de Django, pero sin Franco Nero. Dirigida por Giulio Questi, este filme es
mucho más bizarro y violento que el de Corbucci, casi tan sádico y explícito
como el de Tarantino, y con personajes tan ambiguos como el de Leonardo
DiCaprio.
Pero más
allá de esas referencias y algunas situaciones puntuales, “Django sin cadenas”
apela menos a la tradición del western que a las de otras fuentes, que van
desde la aventura picaresca hasta la del filme de hacienda sureña, pasando por
la de los filmes de Fred Williamson y, por supuesto, la del alegato
antiesclavista. Hay hasta una película de Fassbinder, “Whity”, que se me vino a
la memoria al ver “Django sin cadenas”. Pero como solo tengo un recuerdo lejano
de ella y su clima envenenado al narrar la historia de un esclavo negro y unos
viciosos sureños en una plantación, lo dejo ahí.
Whity
Así como
calcinó a Hitler en un cine parisino, aquí Tarantino decide dinamitar la
memoria mítica de Tara y de “El árbol de la vida” (me refiero a “Raintree
County”, de Edward Dmytryck), acribillando de paso al Tío Tom, a Hattie
McDaniel, a Stepin Fetchit, y a toda su servil descendencia.
Ojalá que
a nadie se le ocurra cotejar a este Django con las pruebas de la sacrosanta
verdad histórica, porque aquí se construye una versión imaginaria del Sur de
los Estados Unidos antes de la Guerra Civil. Visión tan falsa o postiza como la
que ofrecieron “El nacimiento de una nación” o “Lo que el viento se llevó”,
pero igualmente cargada de intenciones. Pero ahora en clave lúdica y perversa,
tratando de invertir los estereotipos con el fin de crear otros.
Porque de
eso se trata, de elaborar la fantasía de una venganza racial que tenga la potencia
revulsiva de un espectáculo catártico. Y que, además, posea los componentes
guerreros y pasionales de la saga de Los Nibelungos.
Y que
tenga vigencia. Tarantino tiene un ojo en el Sur de hace más de 150 años y otro
en los Estados Unidos de hoy.
La primera
parte de la película, la del encuentro entre el mentor alemán y el esclavo
liberto, y su viaje como cazadores de recompensas, es un itinerario picaresco
que halla sus mejores momentos en el espectáculo que monta Christoph Waltz,
pronunciando sus líneas con afectada retórica, acento austriaco y un aire de
distanciamiento y cinismo. Ese cinismo que luego se torna nobleza.
Jamie
Foxx, en cambio, resulta más estólido que Steve Reeves y Fred Williamson
combinados, lo que no es una crítica. Al contrario, logra el semblante del
héroe de piedra que concentra toda la furia vengadora en su mirada, como lo
prueba la secuencia de la cena en Candyland. También la concentra en el pulgar,
siempre a punto de amartillar el revólver.
Dos
grandes momentos del personaje de Django en su trance de convertirse en héroe
negro vengador de estirpe mitológica. En el primero, frente a los malhechores
cazados en las tierras de Big Daddy (Don Johnson), es una máquina de matar. En
el segundo, disparando a un hombre que cultiva la tierra junto a su hijo, el
esclavo liberto y analfabeto adquiere una noción ética que contrasta con la del
sofisticado alemán. Es el tránsito del aprendizaje.
Don Johnson como Big Daddy
Esa
primera mitad de “Django sin cadenas” es episódica, aireada, de espacios
abiertos, con algunos altibajos narrativos y una secuencia que parodia a
Griffith y su épica del Ku Klux Klan defendiendo la supremacía blanca, en clave
grotesca.
El dúo
conformado por el locuaz alemán y su Sigfrido negro encuentra una
correspondencia perfecta, pero en negativo, en la pareja conformada por el
hacendado DiCaprio y su hombre de confianza, Stephen. Samuel L. Jackson es el
“negro de la casa”, ser sinuoso, verdaderamente repugnante, el mejor personaje
de la película.
Ellos
aparecen en la segunda mitad de la película. DiCaprio, como el señor Candie, es
extraordinario y Jackson es mejor aún.
DiCaprio
se muestra tan locuaz como Waltz, pero su aire decadente, su homosexualidad
latente, sus dientes podridos, las insinuaciones incestuosas con la hermana y
la atmósfera que lo rodea, lo hacen más atractivo.
La
verborrea de DiCaprio es distinta a la de Waltz. El falso dentista usa la
palabra para explicar sus puestas en escena, sus construcciones brillantes, sus
engaños y sus trampas. Tiene la locuacidad del tahúr y la palabra le sirve para
salvar el pellejo a último momento. DiCaprio, en cambio, posee la prédica del
fanático. Intimida y amenaza. Su palabra refleja el poder de disposición que
tiene no solo sobre tierras y objetos, sino también sobre vidas. La explicación
de la teoría frenológica es notable –pasa a la antología de los monólogos
tarantinianos-, pero también lo es el momento en que exige a Waltz sellar el
pacto de compra venta de la esclava con un apretón de manos.
Jackson es
una serpiente. Rastrero y venenoso, pero inteligente. Es decir, peligroso. El
verdadero amo de la plantación. Es negro pero tiene el alma blanca, tanto como
sus cejas y pelo, níveos. Si Django ejercita el mutismo, Stephen (es evidente
la alusión a Stepin Fetchit) habla todo el tiempo en un tono lastimero con el
patrón y autoritario con los otros esclavos.
Samuel
Jackson como Stephen
Tarantino
crea así un juego de equilibrios sustentado en los cuatro personajes, dos en
cada lado. Y entonces empieza la fase en interiores de “Django sin cadenas”.
Es decir, el intento de hacer una suerte de western (o southern) de cámara en el que se cruzan intrigas pasionales, truculencias variadas, el barroquismo cruel del “Mandingo”, de Richard Fleischer, y una sensación de asfixiante encierro.
Más allá
de las palabras, se juegan aquí varias tensiones. No solo la de Django y
Broomhilda, que es un personaje flojo y decorativo, sino también las de
DiCaprio y su goce contemplando los cuerpos y las fortalezas de los mandingos
convertidos en gladiadores de salón, y las del personaje de Stephen asimilando
las reglas del poder del blanco, al que adula y manipula. Es su forma de
mantenerse donde está.
Es Django,
el esclavo liberto, atendido a la fuerza como blanco, el que observa desde
afuera, cómo se organizan las relaciones de jerarquía en esa plantación y dan
sus últimos bocados de aire esos esclavistas degenerados que la dinamita de
Django y la enmienda constitucional de Lincoln eliminarán para siempre.
El enfrentamiento de clases y el racismo están vistos con acentos carnavalescos y hasta burlescos, sobre todo en las últimas secuencias de la película, cuando sobreviene la explosión de violencia que resulta un efecto de pirotecnia vistoso pero algo fácil como conclusión.
Y eso es
lo que decepciona. Que el espectáculo de la violencia se despliegue como
corolario del anti racismo un tanto programático y pueril que termina por
machacar el filme.
Si en
“Lincoln”, Spielberg le hace un guiño al gobernante de hoy contrariado por una
cerril oposición conservadora en el Congreso, en los quince minutos finales de
“Django sin cadenas” imaginamos a Tarantino fantaseando una apocalíptica
venganza: enviar a su Django desencadenado a una convención del Tea Party para
que ajuste cuentas con sus miembros.