El prestigioso
crítico de cine Ricardo Bedoya nos da su percepción sobre una de las últimas películas
del consagrado Steven Spielberg actualmente en cartelera local
En 1939,
John Ford hizo un amoroso y lírico retrato del presidente Lincoln en sus
primeros años. La imagen final de “El joven Lincoln” mostraba a Henry Fonda
remontando una colina luego de haber defendido y librado, en juicio público, a
dos hermanos del patíbulo. El joven abogado partía rumbo a su destino. De
pronto, sobreimpresa en los créditos finales, se desataba una tormenta.
En el
“Lincoln” de Spielberg, la tormenta de la Historia debe detenerse a cualquier
precio. Y Lincoln es el personaje, acaso providencial, que tiene entre sus
manos esa tarea. Por eso, la película no es una biografía habitual u ortodoxa
del presidente que abolió la esclavitud en los Estados Unidos. Es, más bien, un
retrato en interiores, cerrado, acotado y sombrío del hombre y su entorno.
Lincoln,
el político, es el personaje principal, pero también importa la maquinaria
institucional que presenta la película. Maquinaria de funcionamiento moroso
cuya descripción no admite ni intensidades ni crescendo e impone una
dramaturgia de clave baja.
Lo más
interesante radica justamente en el modo en que Spielberg condensa el gran
conflicto en un conjunto de episodios íntimos que se debaten en la
penumbra.
La acción
se decanta siguiendo la misma lógica con que Lincoln interpela a sus
sorprendidos asistentes una noche cualquiera: una comunicación bélica es
contrastada con el teorema de Euclides para volver a ser nada más que una
comunicación que acaso decida el curso de la Guerra Civil. La Historia se
convierte en un drama de cámara, sustentado en conversaciones reservadas,
aproximaciones y negociaciones cercanas. Es una epopeya de gabinete. La épica
en la recámara.
Y
“Lincoln” es un filme de cámara de un clima casi mortecino que lo invade todo,
gracias a la fotografía cuidadosamente desaturada de Janusz Kaminski. Ambientes
apagados, tenues, en claroscuro, como la relación personal del presidente con
su esposa, marcada por la ausencia de un hijo. Pero también como la descripción
de las turbias minucias de la política ordinaria, las maniobras de los lobistas
y el perfil de las personalidades fuertes o débiles que se van delineando. Hay
algo que recuerda en ese vaivén entre pasillos y gabinetes burocráticos a una
película como “Tempestad sobre Washington”, pero sin la amplitud ni la soberana
maestría de Preminger.
A
Spielberg se le siente seguro dictando su clase magistral de historia y de lo
que quiere conseguir con ella, pero algo asfixiado por la caligrafía de esta
crónica acuciosa y preocupada por construir a un Lincoln valido para los
tiempos de Obama.
Sin duda,
la composición de Daniel Day-Lewis es notable. Domina como pocos ese trabajo
interior que le permite representar, con perfecta serenidad y relajamiento, un
estado del personaje, una cualidad esencial de su ser. Aquí tiene de hombre
común, impertinente narrador de chistes, personaje mítico, sujeto de perfil
heroico y esfinge que esconde todos los secretos. Ricardo Bedoya