Primera
película chilena candidata al Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa,
actualmente en cartelera local
Escribe: Ricardo Bedoya
“No” es la
más clara, simple y luminosa de la trilogía de películas de Pablo Larraín sobre
la era Pinochet que completan “Tony Manero” y “Post Mortem”. Aquí no se exhibe
esa complacencia en lo sórdido que terminaba imponiendo en las películas una
seriedad forzada, un tono admonitorio y el consabido un guiño progre para los
festivales.
“No” es
más ligera y relajada, aunque no está exenta de ambiciones. Apuesta al
docudrama y a los efectos de distanciamiento. “No” está grabada en vídeo
analógico, el mismo que se usaba para las emisiones televisivas del año 1988,
cuando se realizó el plebiscito que dio fin al gobierno del dictador. Es decir,
la imagen carece de definición o nitidez y de profundidad de campo.
La
tosquedad del recurso iguala la textura de las imágenes de la ficción de hoy
con las imágenes de la publicidad de hace 25 años. Sin duda, la decisión es
discutible, pero el “efecto de realidad” que crea es perturbador: encontramos a
un Patricio Aylwin de más de ochenta años ubicándose en un set frente a una
cámara de televisión y de pronto, con la misma textura visual, en la
simultaneidad del tiempo y del espacio impuesta por la ficción, lo vemos sobre
una pantalla de televisión con los rasgos físicos de hace 25 años. Episodios
como este, que se repiten luego con otros personajes, y que borran las marcas
entre el documento y lo representado (¿qué pensaría André Bazin de todo esto?),
justifican la opción de Larraín de grabar la película con ese vídeo de baja
definición.
Por lo
demás, “No” es una fábula que cuenta el triunfo de un empeñoso David, mejor
dicho René Saavedra (Gael García Bernal), que logra derrotar al gran Goliat con
las armas que el monstruo le puso en sus manos: esas herramientas con las que
se elogian los productos líderes del libre mercado. Y de paso enfrenta a los
dogmáticos que creen que el humor y la alegría es una traición a la causa del
pueblo.
Y en este
cuento agradable de ver, pero sin mucho vuelo, destacan el villano y la
escéptica: Alfredo Castro, encargado de tutelar la rebeldía del triunfador y
asimilarla en el sistema que nunca cambia, y Antonia Zegers.