Con tres
nominaciones a los premios Oscar llega a la cartelera local el esperado filme
del director Paul Thomas Anderson
Escribe:
Ricardo Bedoya
“The
Master” es una película apasionante en su ambigüedad. Tiene un costado anómalo
que la distingue de la producción corriente del cine de Hollywood y a la del
cine independiente asimilado al "mainstream". Por eso, sin duda, la
Academia la ha ignorado en la categoría de mejor película del año.
Esa
anomalía la atraviesa de cabo a rabo.
La
encontramos, en primer lugar, en su propia envergadura de producción. Si “The
master” muestra el talante de una película costosa, filmada en 65 milímetros,
según dicen los créditos de cola, lo hace para concentrarse mejor en la
relación cada vez más estrecha, cercana y absorbente entre dos personajes:
Freddie Quell (Joaquin Phoenix) y Leonard Dodd (Philip Seymour Hoffman), el
Apóstol y el prosélito, el Maestro y el creyente. Los métodos del espectáculo
se ponen al servicio de lo íntimo; el gran formato se aplica para auscultar los
rostros.
“The
Master” empieza como una cinta histórica o una crónica de acentos sociales,
anclada en un momento preciso de la cultura norteamericana del siglo XX. Es el
final de la Segunda Guerra Mundial y escuchamos un discurso del General
MacArthur. Vemos las secuelas de los traumas bélicos en los combatientes y su
retorno a la “normalidad”, como en “Los mejores años de nuestras vidas”. Pero esa
línea de desarrollo dramático se altera porque los retratos de Quell y Dodd
exigen la concentración de los planos en una escala medida en términos cercanos
y restringidos: los que permitan valorizar la corporalidad crispada de uno y la
histriónica oralidad del otro.
La
anomalía está también en el uso paradójico de una formidable fotografía de
colores brillantes que acentúa las sombras profundas y los contrastes
expresionistas del rostro de Phoenix, filmado desde abajo para marcar su rictus
al hablar, su cicatriz sobre el labio, las incertidumbres en el gesto, sus
expectativas ante los mandatos del Maestro, convertido en una suerte de
Caligari de modales suaves (¡no parpadees!, le dice en uno de los
interrogatorios)
Es la
paleta policromática de los años cincuenta aplicada a lucir la decadencia y las
tinieblas antes que las superficies lustrosas y cromadas de los prósperos años
de la postguerra.
Contrastes
que fuerzan también los estilos de actuación.
Phoenix
convoca la mitología de los “héroes heridos” de los años cincuenta, los
“misfits”. Recuerda algo a John Garfield, pero también a Monty Clift, pero en
más áspero y salvaje. Tiene una cicatriz (y no solo la que lleva visible sobre
el labio) que le lleva a caminar agazapado, con un aire simiesco, y a reaccionar
como un depredador. Su animalidad se convierte en una suma de agresivos gestos
mecánicos, como los del Kowalski de “Un tranvía llamado deseo”. Condensa en su
juego toda la tradición de la actuación interior, gestual y emocional del
Método, y del cine de Kazan de aquella década.
Philip
Seymour Hoffman, por el contrario, hace un personaje “bigger tan life”, en un
estilo que hubieran envidiado Paul Muni, Charles Laughton u Orson Welles hace
sesenta años. Imponente, seguro de sí, con una retórica enfática y unos giros
teatrales que revelan mejor que nada la naturaleza de Dodd, ese embaucador que
es mago, tramoyista y director de su propio circo de tres pistas. O que acaso
es un Samaritano convencido de su capacidad para ayudar a los caídos en épocas de
confusión.
“The
Master” es una película anómala porque quiebra deliberadamente la certidumbre
del punto de vista narrativo, que es una de las reglas de oro del cine
industrial. Ahí está la secuencia del baile con Dodd cantando mientras unas
mujeres desnudas bailan y celebran acaso solo ante los ojos de Freddie. Pero a
ella le sigue otra secuencia en la que Peggy Dodd (Amy Adams) reprocha a su
marido el trato que mantiene con las mujeres. Las fronteras entre lo que
pertenece al dominio subjetivo de Freddie y de Peggy, eminencia gris de La
Causa, se torna indistinguible.
Anómala
también porque los gestos y las palabras no son unívocas y se abren a
interpretaciones: en un gran momento vemos a Dodd cantarle una vieja canción de
amor a Freddie. Pero es también un gesto de despedida, una plegaria, una
manifestación de tristeza, un canto elegíaco.
Anómala
porque “The Master” no tiene una continuidad narrativa estructurada de manera
tradicional. Es más bien errática como la trayectoria de Freddie. Pasa de
momentos muy fuertes, como el de la prisión, a otros serenos y relajados, como
el del cine, que acaso forma parte de una ensoñación, para luego volver a
encenderse. Elipsis bruscas, flashbacks improbables, secuencias que acaso
corresponden al presente del relato o a un pasado que ya vimos representado:
“The Master” hace con el relato fílmico lo que Dodd pretende con su extraña
terapia: convocar tiempos remotos, confundirlos, hacer que existan en el aquí y
el ahora de la conciencia.
Y anómala
porque “The Master” inquieta sin necesidad de explicarlo todo. Y en eso
recuerda “Un método peligroso”, de Cronenberg, tan distinta en todo lo demás.
Como en ella, aquí vemos a un hombre que encuentra en otro, más joven, a un ser
propicio para la experimentación de sus teorías. Y lo somete a pruebas duras
que no van a culminar en nada concreto porque lo que interesa no es tanto el
punto de llegada como la experiencia del tránsito.
Y en ese
tránsito, muy doloroso, se van creando relaciones no solo de tutor y pupilo,
sino también de padre e hijo, de terapeuta y paciente, de verdugo y víctima, de
Maestro y esclavo. Personajes complementarios que se necesitan para seguir
siendo lo que son.