"La película tiene una realización impecable...", escribe el crítico Ricardo Bedoya sobre la cinta de Kathryn Bigelow, actualmente en cartelera
Escribe:
Ricardo Bedoya
“La noche
más oscura”, de Kathryn Bigelow, da cuenta de los largos años que le tomó a los
servicios secretos de los Estados Unidos ubicar y dar muerte a Osama Bin Laden.
Y lo hace a la manera de un docudrama o de la dramatización de un expediente
que se construye con tropiezos.
La
película no oculta su signo: la caza del enemigo se emprende para vengar a las
víctimas cuyos lamentos y gritos de horror escuchamos al inicio del filme, con
la pantalla en negro. La crónica de la “guerra contra el terror” se dramatiza
como una larga pesquisa, pero también como una obsesión. Empeño oficial que
busca pruebas que conduzcan al paradero de Bin Laden. Para obtenerlas, se
aplican métodos variados que no excluyen la tortura, la intervención en países extranjeros
y las ejecuciones sumarias y extrajudiciales. Todo ello está mostrado en “La
noche más oscura” sin mediar juicio u opinión de condena o reprobación. Tampoco
de exaltación patriótica.
Pero la
búsqueda obsesiva toma cuerpo en la ficción: el de una agente de inteligencia
llamada Maya (Jessica Chastain) Ella no solo es protagonista de la historia.
También conduce el relato,es la “santa laica” de la historia, la que resume el
papel del individuo frente a la maquinaria burocrática y, por ende, la que
sintetiza el punto de vista moral de la acción. Y la que refleja las
ambigüedades de la realidad: la que muestra repugnancia ante las tareas de su
colega torturador pero comprendiendo la “necesidad” institucional de tales
prácticas.
Es un
personaje sin vida personal, volcada a un fin único: hallar al enemigo de
existencia casi mítica.
La
narración se construye en torno de la presencia de Maya, pero con la tensión
del modo thriller, sino con el diseño repetitivo y reiterante de la espiral:
los pálpitos o intuiciones de Maya son la única constante de búsqueda. La
cacería de Bin laden es un asunto de expedientes postergados, trámites
desplazados, vaivenes interminables, presunciones que no terminan de
verificarse, actos que repugnan la conciencia. El arco narrativo de esta
película recuerda el de “Zodiac”, con los indicios que se abandonan, se dejan
en suspenso, se retoman, se desvían… y pasa el tiempo.
Maya está
compuesta como un modelo ideal de resistencia. Solo puede triunfar a causa de
su espartana renuncia a cualquier placer o sensualidad. Es una ejecutora y
Bigelow se interesa, como siempre, por los personajes que realizan las cosas,
los que construyen, se arriesgan, hacen. La única ética aceptable es la que
conduce al logro del objetivo. Lo demás es disidencia, negligencia, traición. Y
constatar esas debilidades en su grupo de trabajo agrava su neurosis y su
masoquismo. Es curiosa la identificación que sienten por ella los comandos más
rudos y destinados a dar el golpe y la liquidación finales. Y la complacencia
que esa identificación le provoca a ella, tan frágil en apariencia. Es con esos
hombres que mantiene el único contacto vital a través del montaje paralelo que
los liga emocionalmente a la distancia mientras penetran a la mansión del
cazado.
Pero Maya
no solo es un personaje típico del cine de Bigelow. También responde al retrato
robot de una mujer norteamericana de esta época, educada en la cultura del odio
y la paranoia: la que vive aterrada con el fantasma de Bin Laden y busca
extirparlo de sus pesadillas personales, que se confunden y se entremezclan con
las de su país.
Al final
de la película, acabada la misión en la que volcó su existencia, vemos a Maya
como una suerte de Ethan Edwards destinada a la errancia. ¿Consumada la
venganza, qué sentimiento individual sobrevive? Para ella, no parece haber
sosiego o reposo. Tampoco parece dispuesta a encontrar refugio en un domicilio
conocido. Llega el momento del melancólico desarraigo.
La
película tiene una realización impecable. Y salvo la media hora final –filmada
con maestría-, rechaza las tensiones de la acción. Bigelow más que agitación
física, filma simulacros de acción. Si en “Vivir al límite”, apostaba al
extremo de la tensión mental, aquí suprime el espectáculo. La cámara en mano es
tensa pero nunca llama la atención para sí ni para el virtuosismo de su
ejecución. La edición nos conduce a muchos focos donde transcurre la acción, en
espacios y países diversos, pero ella no tiene la relampagueante destreza de
las ficciones multinacionales de espías, en el estilo de “La conspiración
Bourne”. Por el contrario, ese montaje liga espacios cada vez más cerrados y
laberínticos, sofocantes y burocráticos, sea el de los centros de detención
clandestinos de la CIA o el de las bases militares de los Estados Unidos.
Resalta la música de Alexander Desplat, que acompaña en tonos bajos, discretos,
graves, la clave opaca elegida para todos sus rubros por la película.
Se ha
criticado a “La noche más oscura” por razones ideológicas diciendo, por
ejemplo, que justifica la tortura. No estamos de acuerdo. La presenta como un
hecho terrible y repugnante llevado a cabo por agentes de organismos oficiales
de los Estados Unidos, lo que no es usual en un filme de Hollywood.
Sin
embargo, es lícito hacerse algunas preguntas: ¿No sanciona la película de
Bigelow el relato oficial de la ejecución de Bin Laden? ¿No la convierte en la
dramatización canónica de aquellas imágenes que veían con fruición el
presidente Obama y su Estado Mayor mientras los comandos cumplían su misión en
Abbottabad? ¿Es el reconocimiento de Maya de ese cadáver sin rostro una suerte
de clausura imaginaria del expediente Bien Laden? ¿Es la ficción tratando de
poner la lápida a un hecho controvertido de la Historia más reciente?