Ganadora del Oscar a Mejor Película Extranjera que se puede ver en el Centro Cultural de la PUCP
Escribe: Ricardo Bedoya
A una
existencia normal le sobreviene un desajuste. Al principio parece un asunto
pasajero, pero no es así: todo va a desembocar en el horror que se instala y se
torna prolongado y cotidiano.
Esa es la
situación que impulsa la acción en varias de las películas de Michael Haneke.
La
normalidad perturbada puede ser la de una familia (“El séptimo continente”,
"Escondido", "Funny Games", en sus dos versiones), de
individuos aislados (“El vídeo de Benny”, "Código desconocido") o de
una comunidad ("La cinta blanca")
El factor
que perturba se convierte en el catalizador que saca a flote lo oculto o lo
reprimido, sea un hecho del pasado personal o las culpas de la memoria
histórica, como ocurre en "Escondido", o las tensiones y
humillaciones que sustentan las relaciones de la vida ordinaria en la ciudad,
como en "Código desconocido".
La puesta
en escena se sustenta en un dispositivo de observación que pone a los
personajes en el trance de ser filmados (o grabados), mirados o espiados. Es
decir, en trance de convertirse en objetos pasivos de observación, justo cuando
revelan sus intimidades o faltas. Ellas van a ser el motivo de los malestares
posteriores.
Hay un
componente de crueldad en ese dispositivo. Crueldad que tiene expresión fílmica
en el confinamiento al que somete a sus personajes. Los observa como un
entomólogo. Están en lugares cerrados y no pueden salir. Y cuando la acción
transcurre en lugares más amplios, como en “La cinta blanca”, los nudos
dramáticos suelen focalizarse en micro-espacios.
La cámara
siempre está lista para registrar el momento del quebranto de los personajes.
En algunas de sus películas nos encontramos con escenas representadas dos
veces: una como expresión de “lo real”; la otra como construcción mediada por
un vídeo que se rebobina para corregir o confirmar nuestra primera percepción.
Es decir, vemos a los personajes cayendo dos veces.
Las
atmósferas tienden a ser cargadas y sofocantes. Nada protege a los personajes
de la perturbación que les acecha. Ni los goces que aporta la cultura.
Por el
contrario, cuanto mayor es el apego a esos valores, más fuerte parece ser la
violencia que pone en jaque a las personas. Es lo que le ocurre al Daniel
Auteuil de “Escondido”, a la comunidad de “La cinta blanca”, pero también a la
pareja de profesores de música jubilados de “Amour”.
En
“Amour”, siendo la película más compasiva de Haneke, encontramos los rasgos
centrales de su cine.
Desde la
primera secuencia se instala el dispositivo: los bomberos encuentran un cadáver
momificado en un departamento parisino clausurado. Somos testigos privilegiados
del hecho y empieza el flashback que nos conducirá hasta ese momento.
La pareja
conformada por Anne (Emmanuelle Riva) y Georges (Jean-Louis Trintignant) se
definen en sus rutinas. Profesores de música jubilados, los conocemos mientras
escuchan un concierto en un teatro. El encuadre es simétrico: los vemos como
dispuestos en un escenario. Son actores de una representación que culminará en
la escena luctuosa que ya presenciamos.
De pronto,
se topan con lo inesperado. La puerta forzada de su departamento les enfrenta
con la fantasía de ser atacados o asaltados en la noche, mientras se encuentran
acostados e inermes. Pero ese temor solo es un trastorno menor, una premonición
de lo que vendrá.
Haneke
describe entonces las condiciones en que transcurre el confinamiento voluntario
de la pareja. Un departamento que describe su mundo y su personalidad: libros,
cuadros, un piano, tapices, la colección de discos, ambientes que denotan un
trato prolongado y familiar con el mundo de la cultura. Su vida, hasta
entonces, ha estado protegida por esa bienhechora muralla.
Lo que
diferencia “Amour” de otras películas de Haneke es el sentido de la violencia
que se desata contra uno de los personajes. Aquí, no proviene de fuera, sino
del propio organismo. Del deterioro y la enfermedad degenerativa que padece
Anne. De su propia condición humana.
Y, por
eso, moviliza una mirada no menos fría, pero sí más matizada en sus
consecuencias. En otras palabras, si en algunas de sus películas anteriores
Haneke se muestra como un imperturbable forense, que corta, extrae y demuestra,
aquí, despojado de cualquier sentimentalismo, encuentra soluciones intermedias,
que atenúan la crudeza de la crónica expuesta.
“Amour” es
una crónica exhaustiva de la descomposición senil. Haneke nos instala para
contemplarla –siempre sujetos a la mirada de Georges, el que activa el
dispositivo de la observación- hasta en sus más enojosos detalles: la
incontinencia urinaria, los lamentos de dolor (tan lacerantes como los de
“Gritos y susurros”, pero más austeros, secos y “materialistas” que en
Bergman), la desnudez del baño. Pero en el camino, hay tres momentos que
suponen un giro en la mirada congelada de Haneke, y su trasformación en una
empatía con los personajes y su situación.
El
primero, es el que representa el momento del ictus de Anne. El trabajo con la
elipsis y con el fuera de campo sonoro –de una precisión magistral- evita el
registro de la “caída”, y lo convierte en un fragmento cercano al mejor cine
fantástico: es un trance de posesión. Anne se vuelve “otra” y acecha y persigue
con su alteridad al alarmado marido a través del recurso del ruido del agua
chorreando. Hay algo perturbador e inquietante en ese momento de extrañeza y
fragilidad.
El segundo
ocurre poco después y tiene un aire espectral: vemos las habitaciones vacías
del departamento. Es de noche y la escena las muestra una tras otra, sin más
explicación. Curioso momento de relajamiento luego de la tensión provocada por
el accidente cerebral de Anne. Despegados del punto de vista de Georges,
tomamos un respiro, acaso algo misterioso y fúnebre, que atenúa el rigor de la
mirada.
El tercero
sucede luego de la bofetada que le propina Georges a Anne. Es un momento
terrible al que le sigue una sucesión de imágenes fijas, que tampoco responden
al punto de vista del personaje del formidable Trintignant. Son paisajes
pictóricos. Algunos muestran horizontes muy luminosos; otros se van cargando de
nubes y amenazas y se tornan sombríos. Otra manera de hacer a un lado la mirada
cruel, como en un acto de pudor o de comprensión ante el gesto desesperado y
brutal de Georges. Los paisajes tempestuosos anuncian lo inevitable, pero el
contraste de esas naturalezas amplias con el encierro y el clima mórbido del
departamento atemperan la mirada implacable.
No hay
elipsis del acto final de Georges. No puede haberla. Porque ese acto motivado
por el amor, por la irritación, por la desesperación, o por todo ello junto, es
el que funda la compasión o la piedad, esos sentimientos que descubre Haneke.
Más
discutibles son las dos secuencias “simbólicas” de la película.
La
pesadilla de Georges tiene una fuerza visual innegable y aporta un dato más que
permite leer “Amour” en clave de filme de horror –la fantasía luctuosa de la
descomposición corporal; la presencia del departamento cargado de presagios; la
aparición fantasmal de Anne al final de la película “llevándose” a Georges-
pero rompe esa dimensión física inmediata que posee esta crónica minuciosa.
Menos
convincente resulta la figura de la paloma perdida en el departamento. Como
metáfora es más bien obvia y gruesa. Indigna de un cineasta como Haneke.