“Saba mira
a la ciudad de hoy y a su modernidad y ofrece una poética de la deshabitación”, dice Ricardo Bedoya en su presente crítica sobre El limpiador cinta en cartelera
Escribe:
Ricardo Bedoya
“El
limpiador”, de Adrian Saba, se cierra con un ajustado travelling que acompaña
al protagonista, Eulogio Vela (Víctor Prada) hacia su reposo final. En la banda
sonora escuchamos una melodía de acentos bajos, sordos. Es el único movimiento
de la cámara que hemos visto. Es el escueto recurso que dramatiza ese momento
culminante.
El primer
largometraje de Saba mantiene ese temple estilístico. Es austera de principio a
fin. La intriga es mínima. Los recursos dramáticos tradicionales están
desactivados. El personaje principal es lacónico y aparece como un nexo entre
espacios vacíos, tiempos latos y situaciones sin sustancia dramática fuerte. El
cromatismo está simplificado al extremo sobre la base de un tratamiento de la
luz no saturada, ausencia de colores cálidos y contraluces que ponen en el
centro del encuadre a ventanas que proyectan una luz lechosa que refuerza la
idea de que la película, siendo en color, es básicamente monocroma.
Los
encuadres tienden a ser frontales y estables. La composición visual privilegia
las líneas marcadas y se orienta a crear figuras netas, geométricas. La
escenografía ofrece espacios reconocibles y a la vez transformados por la
extrañeza que da la desolación y el efecto de la luz fría. Las actuaciones son
interiorizadas, con excepción de la “encarnación realista” de Miguel Iza y
cierta entonación teatral en la breve aparición de Ana Cecilia Natteri.
Hay tres
vías de acceso a “El limpiador”.
El camino
de su filiación genérica, la ficción distópica. La acción trascurre en una Lima
asolada por una epidemia. La situación es urgida y dramática, pero la película
no la representa de tal manera. La opción de Saba es desdramatizar en una vía
que conduce de lo concreto a lo abstracto, rehuyendo los subrayados y el
realismo. El empleo de la elipsis, el espacio en off (nunca vemos el
contraplano de las emisiones televisivas que dan cuenta del avance de la
epidemia) y la apelación a situaciones “inverosímiles” son los recursos a los
que echa mano para construir su distopía.
Ahí está,
por ejemplo, la secuencia del almuerzo de Eulogio en “La sazón de Faustina”.
Mientras come, un hombre cae desplomado luego de escuchar noticias del avance
del mal. Impasible, sigue almorzando, mientras otro comensal huye. El encuadre
se mantiene y prolonga. Es una muerte sin dramatismo porque no responde a las
convenciones usuales. La víctima cae, en segundo término del encuadre, como un
paquete, como un muñeco. Hay una cuota de inverosimilitud en esa muerte. Es lo
que nos aleja del realismo y de la convención genérica.
Pero “El
limpiador” es también una historia de padres e hijos y, por ende, de sucesión,
de legado, o de orfandad. De una paternidad asumida o de una paternidad
sustituta. Y ahí el núcleo de sentido de la película. Un sentido esquivo, que
se escabulle o que tarda en tomar cuerpo.
Planteada
la línea de la epidemia y entrado en escena el niño, la película se mantiene en
una tierra de nadie narrativa. Los personajes se convierten en figuras en el
paisaje, pero sin que exista tensión entre ellos. Y ese paréntesis se mantiene
hasta que Eulogio recibe la información acerca de la familia del niño.
La
decisión de Eulogio de postergar o cancelar el encuentro del niño con su padre
y de visitar al suyo (Carlos Gassols) en el asilo, le aportan a la película una
emoción subterránea. En la incomunicación con el padre, incapaz ya de encarar
la realidad, acaso porque la ve con exceso de lucidez, se resume el sentido de
esa epidemia que es, en verdad, una infección interior. Legar la paternidad se
convierte en una tarea imposible en un mundo donde entregar, suceder, dar, es
una forma de contagio.
Por
último, “El limpiador” es también un retrato de Lima. Retrato singular de una
ciudad vista como mero espacio material, sometido a una campana de vacío. Es
una Lima indicial, que reconocemos por signos, trazos, huellas. A veces, por
perfiles. Es como si sus habitantes hubieran desertado de sus emblemas de
modernidad: el metro de Lima, el puente Villena, algún estacionamiento
subterráneo.
Signos de
una Lima que se abisma, porque la trayectoria física de la película muestra
fragmentos de una ciudad en descenso. Comienza a la altura del malecón y acaba
a la orilla del mar. Entre ambos, hay fragmentos que se dejan ver de modo
transversal en el recorrido de un tren eléctrico que marcha fantasmal.
Tres
referencias topográficas importantes marcan el recorrido de la película y la
extensión de esa epidemia que iguala a los de arriba con los de abajo: los
cementerios en los que el niño busca a su madre. Uno, con entierros en el
jardín; otro, con nichos en cuarteles, y el cementerio popular. Como en “Caídos
del cielo”.
Los
hermanos Vega, en “Octubre”, construyeron una visión muy personal del
anacronismo y del deterioro de los espacios tradicionales limeños. Ahora, Saba
mira a la ciudad de hoy y a su modernidad y ofrece una poética de la
deshabitación.