“Parafraseando a otro grande, Antonio
Cisneros, es difícil leer Noches de Adrenalina, pero se aprende”, dice la
autora del presente artículo
Escribe: Victoria Guerrero Peirano
Hoy asistimos a la presentación de una nueva edición de Noches de adrenalina, poemario que conmocionara a los lectores de aquella década crítica y productiva que fuera los años ochenta, sobre todo para las mujeres que pudieron expresar por fin sus deseos y sus goces sin pudor a través de la escritura. La poesía de los ochenta fue fecunda y atrevida. Carmen Ollé inauguró un ciclo con este libro en 1981, luego seguirían otras voces, como las de Mariela Dreyfus, Patricia Alba y Rocío Silva, entre otras; voces que van construyendo una cartografía, que amplían la tradición poética nacional, que la enriquecen.
Soy una lectora constante de Noches de
adrenalina. Cada lectura me invita a hurgar más y más en los intersticios de
tal o cual verso, de tal o cual poema. Pensar en aquel París y en aquella
muchacha que “va midiendo su talle en las vitrinas, como muchas, preocupada por
el vaivén de su culo transparente”. En mis clases de poesía, es lectura
obligatoria. Mis alumnos se ven enfrentados a una estética desnuda e insolente.
A algunos les desagrada; otros se vuelven fans inmediatamente. Que, después de
más de treinta años, un libro cauce este tipo de reacciones es, para mí, sin
duda, una virtud. Luego les doy a leer a la Pizarnik y se alivian. Difícil es
leer Noches de adrenalina porque te
recibe con una bofetada desde el primer verso: “Tener 30 años no cambia nada,
salvo acercarse al ataque cardíaco o al vaciado uterino”.
Y todos se preguntan
si esto es poesía o una declaración de principios. Yo digo que los dos. Porque,
en Noches de adrenalina, se conjugan una ética y una estética radicales, una
subjetividad que se va entretejiendo desde el cuerpo, sus pérdidas, sus exilios
y sus goces: “Hoy perdí un diente (y hoy perdí un diente)”. Esta afirmación
deja de ser anecdótica para convertirse en la metonimia de una poética que
cuestiona belleza, su lugar de enunciación y el sujeto de la misma.
Fotos: Rosana López Cubas
Leer Noches de Adrenalina es difícil:
esperamos el amor, su ridiculez, pero, en lugar de eso, se explora en el goce y
en su falta. El cuerpo como una forma de conocimiento, un cuerpo en crisis y en
permanente cambio. Escribir el cuerpo, el cuerpo convertido en texto, el texto
convertido en cuerpo. Una textualidad necesaria para romper con el mito de la
mujer, como decía Simone de Beauvoir, para que la mujer deje de ser el “otro
del hombre”, el objeto, y se convierta en sujeto. Frente a una estética purista
y tradicional, Carmen Ollé expone el cuerpo y se precipita en versos largos e
imágenes crudas.
Leer Noches de Adrenalina es difícil, uno
espera París, sus museos, sus fiestas y sus revueltas estéticas y políticas: la
comuna de París, el movimiento surrealista o Mayo del 68, pero, en lugar de
eso, se nos muestra una ciudad desangelada. El yo se escribe en un París poco
poético, donde se lavan letrinas o, de vez en cuando, se toma un café en la
cafetería de la biblioteca. ¿Qué significa ser una intelectual del Tercer Mundo
en un París cotidiano? Solo Bataille logra salvar al yo del aburrimiento:
conocer a eros, sus placeres y sus vicisitudes la hacen salir del tedio
citadino. El cuerpo es un significante que se lleva, que se carga en el viaje
y, por tanto, ser extranjera no es un atributo más del sujeto, es una condición
que se vive y se padece en una cultura diferente.
Sin embargo, la condición de
extranjera no es solo el hecho de no pertenencia a una cierta cultura, sino
que, además, la mujer también ha sido relegada a la condición de ser extranjera
de sí misma, de no conocerse o reconocerse en sus deseos. A su vez es
extranjera en la propia ciudad de nacimiento; no por nada, para el yo: “La
belleza en Lima es una corsé de acero”. Y, por tanto, Lima o París, a veces,
son indistinguibles para el sujeto: se superponen los espacios y los tiempos;
pero, para las mujeres, las demandas son las mismas: el control y
disciplinamiento de los cuerpos se hacen aquí y allí, a pesar de todas las
fantasías y nostalgias de paraísos perdidos que abriguemos para los que hemos
pasado esa experiencia.
En el poema “Desde los jardines de la U
imaginaba Paris como un barrio cálido”, se expresan de manera cruda todos los
temas que he tratado hasta el momento: París, el goce, la pérdida, la belleza,
pero, al final, súbitamente el yo recuerda su infancia: “Como antes aún sigo en
estado de alerta ante cualquier/extraño ante cualquier contacto presintiendo
que debo/relucir o impresionar con mis lecciones de piano como/ahora con mis
partes./Es un fracaso esta necesidad de estar alerta y de recibir/al visitante
con la misma impericia de niña mostrándole/todo lo que creemos ser como si no
bastara ya ser”. (21)
A contrapelo de las demandas sobre el
“ser mujer”, Ollé opone el conocimiento de sí, la vulnerabilidad del yo, su
posibilidad de sobrevivir a situaciones límite. Después de todo, ¿qué te hace
ser mujer: un útero, unos cromosomas, ser madre, no serlo, menstruar, no
menstruar, ser “gorda/pequeña/imberbe/velluda/transparente/raquítica/potona/ojerosa”?
Escribo “Carmen Ollé” en la web. La
primera entrada es Wikipedia, y señala los siguiente: “es una poetisa,
narradora y crítica peruana. Es la más conspicua representante de la poesía
femenina en el Perú, junto con Blanca Varela”. No es que confíe en Wikipedia,
pero me da pie para preguntarme qué es la “poesía femenina” y, finalmente, qué
es la literatura. Después de todo lo expuesto líneas arriba, parece obvio que
Ollé sea “una de las más conspicuas representantes de la poesía femenina”, pero
me pregunto por qué no es simplemente una representante de la tradición poética
peruana como muchos otros. Porque eso de “poesía femenina” me suena a mí a
poesía de segundo orden, algo que hay que aceptar en la posmodernidad para no
pasar como anacrónico o políticamente incorrecto. Nosotras, las escritoras, no queremos ser
un ghetto, pero tampoco queremos ser medidas por una definición de la
literatura tradicional, que se concibe como universal y jerarquizante, sino por
una que entiende el texto como un sistema de signos que construye el
significado, y no como una mera traslación de la realidad. El significado no es
algo anterior al hecho literario.
La literatura es una construcción y, por
tanto, es también un espacio de mediación política, social y psicológica,
identitaria y genérica. Y, desde ese punto de vista, Carmen Ollé pertenece a
nuestra tradición a pesar de cualquier duda o murmuración. Celebro esta nueva
edición de Noches de adrenalida, que, como leí por allí, es El libro de una década
y, asimismo, un libro imprescindible para construir la cartografía, no solo de
la literatura escrita por mujeres en el Perú y América Latina, sino de la
tradición poética Latinoamericana.
Parafraseando a otro grande, Antonio
Cisneros, es difícil leer Noches de Adrenalina, pero se aprende.