domingo, 30 de julio de 2017

Mínima señal, de Irma del Águila




El escritor, investigador y especialista en literatura latinoamericana, Paul Baudry, nos ofrece un comentario del citado libro publicado recientemente por FCE Perú.





Escribe: Paul Baudry* 

Después de la novela La isla de Fushía (Alfaguara, 2017), Irma del Águila regresa a la narrativa con un conjunto de cuentos –la definición genérica de la prosa final es debatible— bajo el breve y eficaz título de Mínima señal, con un prólogo de Carmen Ollé, publicado por el FCE y presentado ayer en la FIL. Antes de entrar en algunos detalles que merecen comentario, y sin contar demasiado, espero, las intrigas, hay que señalar que el volumen se caracteriza por la brevedad agradecida de los textos (respetando así uno de los criterios más peregrinos del cuento, es decir, que se puedan leer de un tirón) y por la relación entre esta brevedad y el buen uso del giro dramático que cierra las historias, así como por el cuidado y la elegancia de la prosa. Es decir, a nivel estrictamente formal, Mínima señal cumple con las expectativas del género lo cual puede parecer una perogrullada pero, como lector, la sensación de no haber sido embaucado sino gratamente enriquecido por las virtudes propias de este tipo de texto (deslumbramiento ante el detalle, manejo de lo implícito, final sorpresivo y convincente) ya es bastante.

Ahora bien, más allá de un “libro de cuentos logrado”, ¿qué es lo que caracteriza la originalidad de esta entrega? Me quedo con dos puntos. Primero, el contraste entre una prosa acicalada y la naturaleza repulsiva de ciertos objetos narrados (heces, pedofilia, un cuerpo en descomposición) que remece al lector al proponer una estética en claroscuro. La combinación de lo sublime, que se cuela en el detallismo de las descripciones, con lo grotesco de estas imágenes desplaza al libro hacia un terreno mucho más contrastado y plausible donde lo bello –como apuntaba Baudelaire en “Une charogne”—no se encuentra únicamente en las formas convencionales sino que nace en la mirada del artista. Segundo, la mirada femenina de las narradoras sobre su historia, su cuerpo y su medio social que se revela plenamente dentro de sus contradicciones humanas. No voy a entrar en el terreno espinoso de las definiciones porque no creo en una esencia burguesa de la mujer, pero sí es posible afirmar que las feminidades aquí esbozadas –parciales, gratuitas, irrepetibles– se caracterizan por la riqueza de las tradiciones que encierran, la amenaza del otro masculino y las estrategias emocionales que se plantean a sí mismas para reaccionar ante lo inesperado.

Este último punto permite subrayar un rasgo transversal que debería llamar la atención de los cuentistas, al menos desde un punto de vista técnico: la capacidad de relacionar interior y exterior que se manifiesta en la oposición de espacios pero también de puntos de vista. Un buen ejemplo, el más evidente quizás, aparece en el primer cuento, “El campanario de San Blas”, donde el personaje principal se siente conflictuado interiormente pero, de pronto, con la caída de un rayo sobre la iglesia cuzqueña y el desmoronamiento de una parte de esta, la contemplación de los escombros modifica su estado de ánimo.


Durante la situación inicial, la focalización interna desmenuza la realidad al nombrarla con extrema precisión como si el personaje quisiera controlar la realidad que lo circunda para aplacar su tempestad interior. Pero la realidad caótica, repentina y accidental del suceso mencionado relativiza su pena individual ante la desgracia colectiva. Este procedimiento, que podemos resumir como el impacto del afuera sobre el adentro, funciona también al revés cuando la narradora proyecta su realidad interior sobre la realidad exterior, leyéndola e incluso trastocándola desde sus propios deseos, miedos o carencias.

Poco antes de que esa señal casi divina aparezca, surge otra, “mínima” justamente, que resume metafóricamente los conflictos implícitos que lleva dentro de sí misma y que anteceden a la escena: se topa con la cola de un roedor en medio de la torrentera de la lluvia, un animal partido y parcial cuyas connotaciones de suciedad representan el objeto agazapado que la persigue en su inconsciente. Como se sabe, el cuento juega con lo indicial, con la parte que debe sugerir el todo y por eso echa mano a menudo de las metonimias. En este caso, lo indecible se condensa en este detalle repulsivo y externo que anuncia el descalabro del campanario, es decir del cataclismo externo que produce la transformación interna del personaje. Siempre es difícil no caer en el psicologismo por lo que la salida propuesta, una dialéctica operativa entre intimidad y contexto, debe ser valorada.

Los siete textos restantes, y una coda, presentan los mismos rasgos que describí a modo de introducción y en el primer cuento. Ahora, justamente, ¿son todos cuentos? Sí, salvo el último texto que funciona como una prosa contemplativa que cierra el conjunto alrededor del pivote narrativo principal que es la aparición de mínimas señales, cotidianas o banales dentro del universo ficcional, pero que, a nivel de la mecánica de lo contado, contribuyen a la economía literaria.
Las características que emparentan “El campanario de San Blas” con el resto del volumen son evidentes y le confieren solidez y coherencia: el trabajo sobre lo indicial y sobre la percepción. En “La piscina”, por ejemplo, mientras el narrador nos prepara para asistir a los tocamientos de un viejo bedel sobre una menor, la sorpresa llega por otro lado. El violador, cuya identidad no revelo para no spoilear la historia, es, al contrario, una persona fiable que aparece desde otra ribera. Estos engaños deliciosos que planea el narrador para conducir al lector por senderos erróneos y así potencializar su sorpresa, y en este caso su indignación, son urdidos desde el detalle perfectamente mimetizado con la trivialidad de lo real. Se dice que: “El viejo prefiere horarios de clase de tres a seis”. La frase, meramente descriptiva, podría carecer de interés fuera de contexto pero funciona como un cebo para capturar nuestra atención y, como en toda buena intriga policial, confundir al sospechoso con el culpable.

En cuanto al trabajo sobre la percepción, Irma del Águila tiene una gran paleta léxica que le permite declinar las modalidades de la mirada tanto del narrador como del personaje que desean, rechazan, temen o huyen de la realidad (ver “El baile de la garza”). La descripción de la luz caribeña, en particular en el cuento “Luces de las sombras”, puede relacionarse con el papel del sol en El extranjero de Camus: en tanto imagen de la verdad que busca y que hiere su retina, no solo es un elemento descriptivo sino que forma parte actuante del destino del personaje principal.



* Paul Baudry. Investigador, especialista en literatura latinoamericana, autor del libro de cuentos El arte antiguo de la cetrería.