“Tanta es nuestra pereza intelectual
que estamos cómodamente sumidos en el congelado esquema de una quimera”... Sebastián Salazar Bondy
Mensaje de Diego La Hoz
En 1961 el Instituto Internacional del
Teatro (ITI) proclamó el 27 de marzo como el Día Mundial del Teatro.
Celebración que hasta hoy -y creciendo- se realiza en un centenar de países con
un mensaje global que nos reúne alrededor de la voz de un reconocido teatrista
y los teatros del mundo. Sin embargo, cada centro del ITI designa un
representante local para darle mayor relevancia a esta fiesta. Con esta tarea
aparecen todas las preguntas que uno debe formular para darle dignidad y
sentido nacional a un mensaje dirigido -en esta ocasión- a la comunidad teatral
del Perú. Pienso que es un gran momento para hablar de “nuestras cosas”. Pienso
también que estas breves palabras no alcanzarán y el papel, en este caso, no lo
aguantaría todo. Si pues, somos complejos.
No nos mintamos. Ser conciliadores,
inclusivos y políticamente correctos tampoco sería un mensaje sincero. Nuestros
míticos intentos por definirnos son de tal magnitud que nos hemos creído varios
cuentos. Lima sigue siendo el ombligo colonial del Perú. Pero felizmente, no es
el Perú.
Como diría Einstein “La imaginación es
más importante que el conocimiento”. De eso tenemos bastante. Imaginemos por un
momento un país que escucha, que no olvida, que abraza la diferencia con amor y
sobre todo con autoestima renovada.
Haciendo honor a la “cerviz levantó” de
nuestro Himno Nacional. Quizá otra sería la mirada de los que andamos las
calles con el apuro de los días y la insoportable bulla del asfalto. Quizá no
tengamos que inventar movilizaciones cívicas todas las semanas por reclamos
cada vez más absurdos que solo levantan polvo para tapar alguna zanja
maloliente. Quizá podamos confiar en que nuestros hijos e hijas vayan a una
escuela libre y gratuita sin temor a ser maltratados. Quizá nos enfermemos un
poco menos. Quizá otros serían nuestros sueños y otras nuestras preocupaciones.
Quizá podamos imaginar que la cultura también cura el hambre de un país ancho y
mayormente ajeno. Es cierto que la esperanza es lo último
que se pierde. Aunque perdamos la cabeza cada fin de mes. Es cierto. Estas
pequeñas certezas nos hacen humanos. Nos vinculan en un solo grito. Nos
regalan utopías y nos devuelven la vida.
Todo es fuente creativa. Todo puede ser teatro. Bueno o malo, no importa. Mucho
más ahora que nuestras palabras son usadas para “infinitos escenarios” del
cotidiano. Y actores hay por montones. Los vemos en los noticieros todos los
días.
Exhibiendo como pavo real su dudosa cordura. Su llantito que resuena como
letanía al Cristo Morado. Y claro, parece que espectadores hubiera a
borbotones, pero la realidad dice lo contrario. Mucha vitrina para pocos
observadores. Aplicado a nuestras salas teatrales es más fácil reconocerlo.
Pero, ¿Estamos haciendo algo al respeto? ¡No! Ninguna butaca se llena sin
crearle conciencia sostenible al visitante. El éxito de afuera no garantiza el
éxito de aquí. No somos la capital de futuro. Aún no.
El reto está en alumbrar una nueva raza
de actores. Actores y actrices sin
máscaras. Con impoluta sinceridad para obtener el privilegio de mentir en el
escenario usando la realidad como insuperable. Tarea difícil. Tarea urgente.
¿Qué debemos celebrar entonces un día como este? ¿Qué debemos celebrar todos
los días? ¡La verdad! Ese teatro que apuesta por ser honesto sin bajarse los
pantalones. Ese teatro que se gesta en la calle y que reclama su calle. Ese
teatro que entretiene pero que señala con el dedo las cicatrices. Ese teatro
que señala pero que no oculta su buen humor. Ese teatro que se hace detrás de
los telones. Con luz de día. Con luz de salón de clases. Con luz de casa.
Ese
teatro que no teme levantar la voz porque sus patrones le patean el trasero.
Ese teatro que no necesita bolsa de viaje, ni grandes edificios para hablar de
su entorno. Ese teatro que no llora sobre la leche derramada porque es capaz de
ordeñar todas las vacas del mundo. Ese teatro que no “necesita” el aplauso
porque se da espontáneamente como un regalo de los dioses. Ese teatro que sí
“necesita” el aplauso aunque venga incluido en su impagable entrada. Ese teatro
que no compite con su propia sombra, ni se recuesta a la sombra de un poderoso
funcionario. Ese teatro que se da la mano, que se besa con ternura y que
convive con el otro para re-conocerse a sí mismo.
Recuerdo a Sara Joffré -en una ilustre
ceremonia de una universidad trujillana- decir mientras rechazaba un
reconocimiento público: “Este país está enfermo de aplausos”. ¿Entonces qué
pensar? Simplemente, pienso, celebremos la verdad. Celebremos la vida.
Celebremos nuestros teatros del Perú en toda su anchura multicolor. ¡Ha llegado
el momento de reinventarnos y hacernos cargo de nuestra historia sin vendas en
los ojos! ¡Celebremos la esperanza! ¡Celebremos! ¿Celebremos?
*Conteo Original (Antes de la hackeada)