Soy una amante del teatro griego y leo a Shakespeare
desde la adolescencia; un epígrafe suyo –y otro de Vallejo- presiden mi
Gravedad, nos dice la poeta en la presente interviú.
Leer Gravedad
[Poemas Reunidos], de la escritora y académica Mariela Dreyfus, título
publicado recientemente por el sello editorial Artepoética Press, es realmente
un privilegio, un honor. ¿Por qué? Sencillamente porque desde hace un puñado de
años títulos emblemáticos de la autora como Memorias de Electra (1984), Placer
fantasma (1993), u Ónix (2001), tres de los seis libros incluidos en este texto
ya no se encuentran en circulación en nuestro país y es de vital importancia
que todo buen lector pueda acceder a ellos.
Gravedad se presentó el 10 de agosto pasado, día que coincidió
con el cumpleaños de la poeta Blanca Varela, autora que para Dreyfus es de
vital importancia. Aquel día los ejemplares
se agotaron. Mariela señala que en breve llegará al país más títulos del citado
ejemplar los cuales se venderán en la Librería Inestable. Para charlar al
respecto Lima en Escena contactó con la autora.
-Mariela, Gravedad nos ofrece una retrospectiva de tu
trayectoria como poeta. Accedemos a seis de tus poemarios publicados entre 1984
y 2015, algunos poemas inéditos y
dispersos de Poemas aparte y un adelanto de La edad ligera, título aún
no publicado. ¿Cómo ha cambiado tu escritura después de 30 años de gritar tu
disconformidad con un entorno social aún pacato y colonial…?
Pasa que en cada conjunto he ido ensayando
diversas modulaciones de la voz, nuevas formas y ritmos, siempre preocupada en
“pensar la vida”, como dice Blanca Varela en un verso, y preguntarme de modo
insistente por aquello que esencialmente nos concierne y constituye: el amor,
el cuerpo, la muerte. La disconformidad persiste, claro, lo mismo que el
malestar; es desde esa extrañeza con el mundo que siempre he escrito, en
realidad.
-Nuestra sociedad
no ha cambiado. El tufo del colonialismo aún lo sentimos. Leer los poemas que
se desprenden de tu libro Memorias de Electra nos lleva también al plano de la
denuncia. ¿Cuáles fueron los motores, los ejes que te permitieron dar vida a
Memorias de Electra, tu primer libro?
El motor más grande fue la juventud de una poeta
que tenía una mirada fresca y una mente inquisidora. Sigo enamorada de esa
adolescente que fui, empeñada en componer canciones, consumiendo poesía sentada
en un banco en la azotea para marcar en alto el compás, luego integrante de un
grupo multidisciplinario de artistas, bandas de rock y poetas, el colectivo
Kloaka, a los 22, 23 años de edad en medio de un país que se caía a pedazos con
la crisis. Memorias de Electra es una
síntesis de esos años inolvidables y he recuperado ese momento en algunos
poemas de Cuaderno músico y en la colección La edad ligera que actualmente
compongo. Es una vuelta en círculo a esa poética de la intensidad –no sé si
exactamente de la denuncia- que le permite al yo lírico decir que “las palabras deben tener olor a pólvora”, verso que recientemente rescató Karina Valcárcel
para titular así su texto de presentación de Gravedad en Lima, reproducido
luego por Mario Pera en su importante revista digital, Vallejo & Co.
-A lo largo de la
lectura de Gravedad tu poética se
desdobla una y otra vez. Eres madre o amante. Trabajas desde lo femenino y lo
masculino. Escribes en ambos roles. Háblanos sobre esta necesidad de darle ambas
miradas a tu lírica.
Me has hecho recordar el verso hermoso de
Pizarnik: “No puedo hablar por mi voz sino por mis voces”, para aludir a esos
monólogos afiebrados que suelo construir en mis poemas para dejar que hablen en
mí las voces de otros, ya sea artistas, músicos, poetas o personas del álbum
familiar. Ese recurso teatral me permite, como bien dices, jugar con distintas
perspectivas y roles. Soy una amante del teatro griego y leo a Shakespeare
desde la adolescencia; un epígrafe suyo –y otro de Vallejo- presiden mi
Gravedad. Pero en Morir es un arte
tengo también un poema dedicado a Sarah Kane, dramaturga inglesa contemporánea
de temprana y trágica muerte; en otro poema de Ónix hago hablar a la poeta y mística Santa Teresa; en “Dame tu
traje lila” de Cuaderno músico le
otorgo mi voz a Juan Parra del Riego y en “Una voz un color un paso” a Carlos
Oquendo de Amat, dos poetas de la vanguardia que admiro; en fin.
-El cuerpo es una
preocupación y una exploración recurrente a lo largo de tu producción poética.
Las imágenes y metáforas del cuerpo en lo erótico, en lo sensual, en la
enfermedad y en el deterioro… ¿Estamos ante una ruptura constante con lo
canónico?
No creo que la ruptura sea una búsqueda tan
consciente, programática, pero de hecho me interesa incidir en esta mirada
caleidoscópica sobre el cuerpo, en toda su densidad y en toda su desnudez;
mirarlo como objeto físico, en su especificidad y finitud, y en todas las connotaciones
y resonancias que tiene, en su valor simbólico –agregado o depreciado-, en su
pathos, en su erótica y en su morbidez. El cuerpo es el protagonista de toda la
experiencia terrenal, la única posible; es el cuerpo el que hace que yo pueda
sentir, sentarme, ponerme los anteojos y escribir.
-Me agrada esa
cartografía lírica de lo urbano, de tu ciudad o las ciudades por las cuales
transitas. Esta Lima configurada desde diversos ángulos en tu primer poemario.
Me resulta poético leer y atisbar que esa ciudad ya no existe. ¿Cómo ha sido tu
relación con tu ciudad, particularmente la reflejada en tus primeros títulos?
-Lima era mi escenario cotidiano, la recorría
mucho en esos años, siguiendo la tradición bodeleriana del flâneur, iba de mi
barrio de Lince al centro de Lima o los acantilados de Miraflores y Barranco;
en una época también amplié mi radio al Rímac, a sus parques y paseos a la vera
del río hablador; los poetas de los 80 teníamos una relación amor-odio con la
ciudad, en ese momento sitiada por el
hambre, la violencia, el penoso deterioro de la arquitectura de su centro
colonial, felizmente ahora recuperado. Durante unos años, en la temprana
infancia, mis referentes habían sido el mar Pacífico a la altura de Pativilca y
Tortugas, así como el río Santa. Y luego también está ese otro gran río que
tengo tan cerca desde hace 28 años, casi la mitad de mi vida, el Hudson que
corre al oeste de Nueva York, y se vuelve “metáfora de vida” -y muerte- en mi
libro Pez, donde la voz poética habla
de la gestación del cuerpo y la palabra en el contexto del 11 de septiembre.
-Y ahora cómo percibes a estas ciudades modernas...
Persiste esa mirada que pese a moverse en un
registro hiperrealista se inclina también hacia lo onírico, tal como sucede por
otra parte en los cuadros de Kike Polanco, pintor que fue parte del colectivo
Kloaka en sus inicios y cuyo trabajo admiro. Con esa mirada es posible viajar
por la ciudad real pero también de ensueño, hacer de este espacio como dije
antes un escenario, el encuadre de un film, la sala en penumbra ideal para una
performance. Esta sensación caleidoscópica, de movimiento continuo, la vivo a
diario en Nueva York, expuesta como estoy a tantos sonidos de tantas lenguas a
la vez. Eso ha ampliado los decibelios de mi escucha, lo cual ha devenido en la
ampliación del verso en mis poemas, una mayor libertad que se corresponde con
el ritmo vertiginoso de esta ciudad donde habito, y desde donde escribo, en un
castellano que ya no es sólo limeño sino que abunda en préstamos de otros
registros de la lengua y que tiene incluso incrustaciones del inglés; todo ese
vértigo, pienso, ha sido muy saludable para mi poesía.
-La familia: el hogar,
los padres, las hermanas, están presentes en Gravedad. ¿Qué tan importante es
el núcleo familiar en tu proceso creativo?
Tuve la suerte de conocer a una de mis bisabuelas
maternas, que era de la sierra de Ancash y vivió casi hasta los 96 años. Su hablar
era hermoso y lo he recreado en un poema, mientras en otro aparece el momento
de su muerte, que a los 11 años me enfrentó a la dolorosa certidumbre de
nuestra finitud; era una mujer fuerte a la que quise mucho y miré siempre con
reverencia, entre otras cosas porque me permitió trazar en la familia un linaje
clarísimo de mujeres, era la madre de la madre de mi madre y luego seguía yo,
una en la otra, como en ese juego de la matrioshka que aparece recreado también
en mis poemas. La maternidad, esa dimensión corporal que sólo le compete al
cuerpo femenino, me parece un momento cumbre, mágico; hablo aquí del afecto,
del lazo que se genera, dejando de lado todas las versiones edulcoradas de la
maternidad, sino más bien como un vínculo de sangre que comunica algo muy
profundo, pero al mismo tiempo como la capacidad de generar temporalmente un
cuerpo dentro de otro, dos mecanismos latiendo juntos. Encuentro una belleza
muy grande en ese tipo de sincronía que se genera en el cuerpo gestante con un
otro –u otra. Me gusta elaborar en torno a la génesis y expansión del núcleo
familiar, de los padres, hermanos e hijos propios o ajenos, en un juego de
espejos que muestra esa dinámica en toda su armonía y también en toda su
disfuncionalidad. Ese núcleo intensivo de afectos que es la familia siempre me
ha volado la cabeza y me la ha mantenido a la vez en su sitio, con un pie en la tierra, he de decir.
-En Pez está
latente la maternidad. La madre y su íntima relación con el nuevo ser desde el
embrión. La transformación del cuerpo en esta deslumbrante etapa. Todo esto en
medio de la luz y la oscuridad. ¿Cómo se transfigura tu poética a partir del
instante mismo que traes a luz tu primer niño?
Desde 1988 llevo un diario de escritora repartido
en numerosos cuadernos que ya ocupan un lugar visible en mi biblioteca; se
trata en general de entradas breves con ciertos temas recurrentes que van
hallando su coherencia a partir del fragmento y que incluye materiales tan
diversos como borradores de futuros poemas o ensayos; pasajes de traducciones
del inglés o el francés; citas de autores; dibujos a tinta de flores, caracoles
o peces, repetidos con puntual obsesión.
La primera vez escribí mucho en plan confesional sobre la experiencia de
ser una mujer gestante, pero ya la segunda vez que acometí maternidad, como me
gusta decir apelando a ese humor negro que me conocen los allegados, decidí reelaborar
ese material y trabajarlo poéticamente trazando un paralelo entre la gestación
del cuerpo y la palabra a partir de una premisa básica: “Nadie escribe el poema
por ti; nadie carga al bebé por ti tampoco”, aunque esto último pueda ser
desmentido por la ciencia. El caso es que se trata para mí de dos experiencias
extremas, intransferibles, en el vértice mismo del logro y el fracaso, la vida
y la muerte. Irrepetibles también,
porque cada vez es un nuevo empezar. Yo estaba escribiendo Pez, sus partes y
partituras aquí en Nueva York cuando ocurrió el atentado a las Torres Gemelas.
Entonces a las imágenes luminosas de la creación se yuxtapusieron otras de
signo contrario, tanáticas. Sin embargo Pez cierra con la esperanza de la vida
renovada, que siempre se impone a la muerte.
-Cuaderno músico,
es un poemario en donde se consagran todas las experiencias de vida de la
autora registradas en sus primeros libros. ¿Se cierra una etapa?
Para mí es muy interesante lo que pasa en Cuaderno músico en el sentido de la
libertad que me tomé al escribirlo, experimentando en primer lugar con esa
forma continua del poema, sin puntuación alguna y de un aliento más amplio, más
extenso también, donde la historia es apenas un pretexto para el despliegue
verbal porque estoy, en efecto, más atenta a la música que al sentido, o en
todo caso dejando que el sentido fluya libremente como una pieza de jazz; en
ese patrón se basa en la “improvisación simétrica”, como la llama el poeta
afro-norteamericano Yusef Komunyakaa, un recurso que rige también otras piezas
ya escritas como el cuento “El perseguidor”, de Cortázar o el poema “A un
pájaro llamado Charlie” de Eielson, ambos dedicados al gran saxofonista Charlie
Parker. Incluso el epígrafe lee: “I’ll play it first and tell you what it is”
[“Primero voy a tocarlo, luego te diré de qué se trata”] de Miles Davis como
clave de lectura para este libro que como bien dices es un recorrido por todos
mis caminos previos pero avanzando hacia la disolución de esa recta, apostando
a otras vías de expresión ya no tan realistas sino inmersas en la música del
lenguaje esta vez. Los poemas que he escrito recientemente andan en esa
búsqueda, justamente.
- La crítica sostiene
que el tema vivencial te emparenta con
Sylvia Plath. No soy académica,
todo lo contrario, soy una lectora de a pie, sin embargo, encuentro
también una dosis de influencia de la autora norteamericana. No es casual tomar
el verso “Morir es un arte” para darle el nombre con el mismo a uno de tus
poemarios, ¿no?
Sí, claro, si te fijas el poema 13 de La edad ligera empieza con el verso
“Padre Rimbaud Madre Sylvia Plath…”; es decir, en esos nombres y en otros, como
los de Shakespeare y Vallejo, están la vetas por las que más o menos ha
transcurrido mi poesía: el tono dramático; los temas que nos conciernen de manera más próxima: el amor,
el deseo, la muerte; la creación de un yo confesional; los poemas como
monólogos dramáticos donde les otorgas a otros la voz; la violencia de la
palabra, la búsqueda por romper esquemas, perturbar. Plath en particular me
fascinó desde que la leí mientras preparábamos una antología de poesía norteamericana
de los años 60s para el INC; descubrir ese corte de verso, preciso, ríspido a
veces, otras musical, esa intensidad en la voz para encarar temas cruciales
como el nacimiento o la muerte, me disparó la imaginación a los 20 años.
Después indagué en otros poetas dentro de la corriente poética confesional,
como el fundador, Robert Lowell, y Anne Sexton, Randall Jarrell, John Berryman,
cuya saga lírica, Dream Songs, me fascina. Rimbaud por su parte me llevó
directo a los surrealistas y a los Beatniks, claro, y de paso a Patti Smith,
que lo adora.