Una mirada precisa a la última película del gran Terrence Malick a propósito de su estreno en las salas capitalinas
Por: Raúl Lizarzaburu.- Siempre hay expectativa cada vez que un director como el también filósofo Terrence Malick presenta un nuevo filme, no solo por su poca continuidad –cinco trabajos en casi cuatro décadas de carrera–, sino por su excelente nivel, en especial los tres primeros: Malas tierras (1973), con unos jóvenes Martin Sheen y Sissy Spacek; Días de gloria (1978), con Richard Gere en un singular triángulo amoroso a principios del siglo veinte y Oscar a la fotografía de Néstor Almendros, y La delgada línea roja (1998), retrato de los soldados americanos en Guadalcanal en la Segunda Guerra. Luego haría El nuevo mundo (2005), que narra el choque de culturas a raíz de la llegada de los colonos ingleses a las costas de Virginia en 1607, y el romance entre el capitán John Smith (Colin Farrell) y la nativa Pocahontas (Q’Orianka Kilcher, en su rol consagratorio), quizá el menos logrado de todos.
Lo último de su cosecha como director y guionista es El árbol de la vida (The tree of life, 2011), ganador de la Palma de Oro en Cannes: un filme arriesgado, atípico, con tinte religioso, que rompe los esquemas narrativos usuales (y por ende resiste varios niveles de lectura), personalísimo si se quiere, pero algo discursivo e irregular en la práctica. La anécdota, de la que Malick se sirve para hacer reflexiones sobre la vida y la muerte, sobre el bien y el mal, narra la historia de tres niños, hijos de un padre conservador y autoritario, el señor O’Brien (Brad Pitt; Jessica Chastain es la amorosa madre), y su relación con este en la vida diaria en el pueblo de Texas donde viven en los años cincuenta, mientras cada uno de ellos va moldeando su propia y respectiva personalidad.
Con el tiempo uno de los chicos, Jack (Sean Penn; de joven es Hunter McCracken, de prometedor debut), ya convertido en un arquitecto en una gran urbe, recuerda esos años pero sin poder dejar atrás algunos pasajes como el de la muerte de uno de sus hermanos. Pero hay más. En un segmento de varios minutos sobre la creación del universo y la evolución, sin diálogos (o con una narración en off, o con citas bíblicas), que nos recuerda a 2001 Odisea del Espacio de Kubrick, vemos imágenes del espacio exterior, de un feto en formación o de un episodio circa la Era Mesozoica, en el que un dinosaurio ataca a otro pero no llega a comérselo, en un acto de mera lucha por la supervivencia.
Estas piezas no llegan a encajar del todo –su parte final tampoco resulta muy convincente–, así como los saltos del presente al pasado en un filme de largo aliento: 2 horas 18 minutos que tranquilamente pudieron ser menos. Eso sí, la factura técnica es impecable: la partitura de Alexandre Desplat, el montaje y en especial la excepcional fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki, que ya había trabajado con él en El nuevo mundo. Quienes vayan atraídos por ver a Brad Pitt y Sean Penn juntos se van a pelar. De hecho, no es un filme para el gran público. Y con todo, pese a nuestros reparos, saludamos el estreno de El árbol de la vida. Es algo distinto a lo que ofrece habitualmente nuestro pobre listín.