miércoles, 26 de julio de 2017

Los abrazos largos o la belleza de lo efímero


La escritura de Valcárcel, tan rica en matices y geometrías, me da siempre la sensación de una puerta que de todas maneras te provoca abrir para ingresar a ese universo poblado de seres sobrevolando el espacio... dice la autora del presente artículo.


           

Escribe: Mariela Dreyfus

            Esto es lo que más aprecio en la escritura de Karina Valcárcel: su vitalidad, su frescura, su atrevimiento. Su apuesta por el juego como el único modo de encarar y darle la vuelta a la Gran Costumbre; saltar a la soga, estirar los brazos para volar, aligerando la gravedad de las cosas. En la vida real, Valcárcel es una cronista de viajes que se trepa a las cimas más altas de los Andes y se toma una foto al borde del precipicio sosteniendo una flor amarilla. Como escritora y artista, en sus últimas dos entregas nos ha sorprendido con volúmenes de dobles caras o formas, concebidos en un aparente juego de espejos, novedosos no solo en su textualidad sino también por  concebirse como libros-objeto, pequeñas piezas de arte.

Primero fue Variaciones y Otros te[a]mores (Lima: Paracaídas, 2012), dos libros en uno, impresos juntos pero en dirección contraria, de modo que para leer el segundo había que poner de cabeza al primero. Después, Valcárcel ha publicado uno tras otro dos conjuntos con el mismo título pero diferente subtítulo, que explica el género al que pertenece en cada caso: Los abrazos largos. Poesía (Lima: Paracaídas, 2013) y éste Los abrazos largos. Prosa (Lima: Paracaídas 2016).

Según cuenta la autora, marcar la diferencia en el subtítulo fue algo ineludible por el tema del registro legal; de otro modo ella los habría llamado exactamente igual, como el anverso y el reverso que son, uno del otro. Ambos tomos dialogan limpiamente; comparten un mismo tono y un mismo asombroso manejo del lenguaje conversacional. Pero además, a los dos los anima la misma razón de ser: apostar por la intensidad de lo efímero, el goce de lo pasajero, la contemplación –absorta- de lo nimio. Todo esto filtrado por la voz y la mirada de una joven poeta que habita en una ciudad casi siempre gris a la que sin embargo ella le otorga una cualidad mágica, luminosa.

La escritura de Valcárcel, tan rica en matices y geometrías, me da siempre la sensación de una puerta que de todas maneras te provoca abrir para ingresar a ese universo poblado de seres sobrevolando el espacio como en un cuadro de Chagall. Su destreza verbal es tan potente y novedosa como su talento visual: Valcárcel dibuja los textos con un grafito firme y afilado; cada metáfora suya, cada palabra está labrada en el espacio, tiene volumen, forma. Sus poemas y sus prosas tienen un orden pero además incitan a la improvisación: pertenecen a conjuntos móviles que pueden barajarse ad infinitum; así, la lectura queda librada a la casualidad, tal como lo indica explícitamente al inicio de cada tomo de Los abrazos largos un cuadrado en el que se lee cuatro veces, una por cara, la misma advertencia: léase en desorden léase en desorden léase en desorden léase en desorden.

Imaginación: potencia creadora de imágenes; así lo define o dictamina André Breton en el Manifiesto surrealista de 1924. El estro poético de Valcárcel, esa cualidad plástica que lo anima, convierte también a su escritura en una especie de cine continuado donde en cada encuadre la mirada del yo poético se detiene a contemplar en el objeto más fútil la anhelada eternidad del instante. Intuyo que ese yo es también una suerte de recreación de la Maga, entrañable personaje de la novela Rayuela de Cortázar, que en medio de sus recorridos parisinos tomada del brazo –largo- de Oliveira, se paraba a recoger un piolín hallado en la vereda porque sí.


Bitácora de sensaciones, aleaciones y relaciones, en Los abrazos largos la realidad se ausculta desde ángulos inusitados; se alucina animales de otra era; se entra en ingeniosos juegos conceptuales pero también se aterriza para saludar al vecino que sale a comprar el pan. En cada nuevo paso de su recorrido, en cada nuevo encuentro real o literario –cuál es cuál- al sujeto poético le espera de modo perenne la sorpresa, la maravilla: esos largos abrazos que de pronto brotan y todo lo atrapan y detienen, incluso la huida del amor, incluso la llegada de la muerte. En “Abrazo breve” uno de los pasajes más audaces y bellos y perturbadores del libro, leemos:  
[…]
en el sueño, si queríamos decirnos algo, primero abríamos un frasco. para abrazarte, tenía que quitarme la piel, como una banana que se pela a sí misma, y mis huesos te daban asco, mi musculatura chorreante, mis venas, mi sangre, mis intestinos.

y tú
                   no lograbas desatarte de mi afecto, entre arcadas y pena.

y yo
                  me sentía feliz de poder abrazarte

Suerte de brevísimos cuento-ensayos construidos con gran economía verbal, estas prosas a veces despliegan un estilo sentencioso, casi aforístico, y otras tienen un pulso más cercano a la poesía, por su delicado trabajo con la lengua. Esta forma elegida me hace pensar también en las Prosas apátridas de Ribeyro, ese otro Julio cuya sombra sobrevuela, intuyo, en este libro. Salvo porque en la apuesta de Valcárcel el escepticismo parece haber cedido lugar a la ternura, permitiéndole asumir una actitud más risueña sin dejar de ser crítica. Ante el hondo hueco de la soledad, la escritora decide estirar los brazos para cubrir el vacío y con ese afecto que parece redimirlo todo se acerca y enfoca a los que ama, en especial a su hijo Joaquín, aquel que le obsequia tréboles verdes y morados y rompe las puntas de sus lápices de colores para regalárselos a la niña que más le gusta.

Hablo ahora directamente de la escritora - y no de su voz poética- porque quiero pensar que aquí el sujeto y el objeto de los textos son la misma, pero es posible que esté cayendo en una falacia porque la literatura es siempre máscara, figuración. Igual me sigo figurando que en el fondo ese yo que camina por su prosa –bípeda implume- es la propia Kara: esa que con lucidez y pasión explora mundos; se abraza y desabraza; luego se sienta a meditar la vida frente al fuego. Su calorcito es el mejor antídoto contra el invierno del alma.