Escribe: Raúl Lizarzaburu
Luego de participar en series como Da Ali G Show, el multifacético comediante británico Sacha Baron Cohen captó la atención mundial en 2006 con Borat, el pintoresco reportero que aborda temas como la discriminación racial y sexual a través de un supuesto ciudadano de Kazakistán de rudimentarias costumbres que llega a Norteamérica y no es visto con buenos ojos.
Como en ese filme (y como en Bruno, el posterior trabajo de la dupla, sobre un modisto gay austriaco) Larry Charles es el director, pero Cohen es la estrella: guionista, uno de los productores y además protagonista de la comedia El Dictador (The Dictator, 2012). Interpreta a Aladeen, el tiránico gobernante de una imaginaria nación islámica llamada Wadiya, que se resiste a dejar el poder y es repudiado por la mayoría de ciudadanos, pero ejerce un régimen de terror y represión y, como todo país musulmán que se precie, tiene petróleo en abundancia. De vez en cuando le buscan un doble para ocupar su lugar mientras él se ausenta de palacio, y el elegido es un pastor iletrado (obviamente, el propio Cohen). Se supone que Aladeen debe ir a la sede de la ONU para mantenerse en sus trece, pero su primer ministro (Ben Kingsley) lo saca del camino para colocar al sosías en su lugar y firmar un acuerdo que ponga fin a la férrea dictadura y convocar elecciones. El verdadero Aladeen, sin su larga y querida barba, deberá empezar de nuevo y sobrevivir en Nueva York con la ayuda de una activista ecologista y lesbiana (Anna Faris).
La idea del gobernante que es reemplazado no es nueva. Ahí están la aventura de El prisionero de Zenda (de la que se hizo varias versiones) y la comedia Presidente por un día. Pero Cohen, con un aire a Frank Zappa –y no solo físicamente–, lleva el asunto a niveles delirantes. El perfil de Aladeen tiene un poco de la megalomanía del libio Gadafi, la paranoia nuclear del iraní Ahmadineyad y el culto a la personalidad del recientemente fallecido líder norcoreano Kim Jong-Il (a quien dedica el filme en tono de cachita). Es inevitable el paralelo con Borat, aunque aquí el humor es más negro y escabroso aún, tanto en lo visual (el celular en las entrañas de la mujer, el excremento en la cara de un transeúnte) como en los diálogos: por ejemplo el encuentro con el torturador (John C. Reilly en un breve papel), o Aladeen contando sus aventuras sexuales pagando fortunas a actrices conocidas (por ahí menciona a un primer ministro italiano, se supone que Berlusconi). Edward Norton aparece como sí mismo.
Y dentro de lo recargado que es por naturaleza propia, el filme tiene secuencias divertidas (entre las mejores están cuando conoce la autoestimulación sexual, o la del parto), aunque se podría decir en su contra que es una especie de continuación de Borat y no obstante su corta duración (no llega a la hora y media) no tiene un nivel parejo. Pero es Sacha Baron Cohen en estado puro. El Dictador no es desdeñable como un ejercicio de humor bizarro.